miércoles, 16 de abril de 2008

Hugo en llamas

Entrenar a la Selección nacional es la condena mejor pagada del sistema penitenciario mexicano. Una temporada para ahorrar dinero y vejaciones. Y sin embargo, cada dos o tres años un hombre desmedido acepta la tarea de despertar las ilusiones. Hugo Sánchez propuso algo aún más arriesgado: compartir el delirio. Cuando era opositor de La Volpe prometió la Copa del Mundo para México. Ya al frente de la Selección, rebajó un poco sus metas pero nunca se asoció con el realismo. El exagerado que anotaba goles de embrujo desafiaba a la sensatez mientras su País descreía de su grandeza. Si el Ratón Macías entendió que, para triunfar en México con simpatía, conviene presentarse como un accidente de la fortuna, un simple episodio en la inspiración de la Virgen de Guadalupe, el centro delantero del Real Madrid cantó sus éxitos como si hubiera descubierto el remate de tijera y propuso que las generaciones por venir se refirieran al lance como "huguiña".


Hugo hablaba de sí mismo en tercera persona, como un egresado de la gesta de los Insurgentes, mientras el público aprendía a admirarlo sin afecto. A pesar de sus logros incomparables, se convirtió para muchos en una figura a la que da gusto odiar, el antihéroe necesario en un ámbito donde las villanías rara vez se pagan.


El fracaso de Hugo en la Selección es un fracaso general del futbol mexicano, desde los federativos hasta los muchos jugadores inútiles que hicieron el ridículo. Sin embargo, el puesto de entrenador existe para tener un culpable certificado.

A nivel mundial, el deporte se organiza con criterios primitivos y rara vez se somete a la transparencia o los usos democráticos. Si el Comité Olímpico Internacional ha tomado decisiones mafiosas y la FIFA ha padecido jerarcas autocráticos, la Liga Mexicana de Futbol es un ejemplo de corrupción. Su única lógica es obtener ganancias fáciles.

El deporte representa la causa remota, el milagro original que permite embotellar y vender agua milagrosa. Los máximos beneficiarios no son los futbolistas sino los promotores que cobran comisión por los traspasos (muchas veces los directivos y los entrenadores también se llevan su tajada).

Basta ver lo que equipos como Cruz Azul o Tigres han gastado en traspasos de jugadores para suponer que alguien gana con esos movimientos. La auténtica ambición no es conseguir títulos sino colocar piernas en el mercado. En estas circunstancias, un jugador "normal" es alguien que cambia de club suficientes veces para perder el arraigo, el sentido de la orientación y la confianza en el destino.

Repitamos lo obvio que no cambia: la Liguilla se inventó para garantizar ganancias en televisión. En un País donde el deporte es lo que sucede entre los anuncios (y a veces al mismo tiempo), no es de extrañar que la Selección sea un fiasco.

Aunque cada entrenador (y Hugo no fue la excepción) propone volver a los torneos largos para tener estilos de juego definidos y darle oportunidad a las canteras, el inmediatismo económico hace que perdure la Liguilla, absurdo que ha erradicado la regularidad del futbol mexicano: cada seis meses, los titanes se ausentan y algún enano es campeoncito.

Con la posible y lejana excepción de Nacho Trelles, ningún entrenador ha contado con consenso duradero. Quien llegó con mayor fama a un Mundial fue José Antonio Roca. Su estilo abierto prometía una marea ofensiva para Argentina 78, la "esperanza verde" de la que hablaban los locutores. En una entrevista que Vicente Leñero hizo como tema de portada para Proceso, Roca ofreció su aguerrido pronóstico para la justa: victorias ante Túnez y Polonia y empate con Alemania. Curiosamente, el optimismo era compartido por la tribu. Cuatro años antes, el equipo de todos había sido eliminado por Haití, potencia del vudú que ganó sin necesidad de hechizos.

La capacidad de autoengaño con que llegamos a Argentina se sometió a un psicoanálisis exprés y pasamos de la prepotencia al complejo de inferioridad: Túnez obtuvo ante nosotros el mejor resultado de su historia, Alemania nos hizo lo que Hitler a Polonia y Polonia lo que hubiera querido hacerle a Hitler.

Objeto de burla a nivel mundial, la Selección Mexicana fue superada en la ruta a España 82 por Honduras y El Salvador, excluida de Italia 90 por falsificar documentos y multada con una cantidad récord en vísperas de Alemania 2006 por el dopaje de Carmona y Galindo.

Cada entrenador equipado con la egolatría, la ingenuidad o el heroísmo necesarios para querer enderezar las cosas ha encarado una grey ávida de milagros. Sin embargo, mientras los feligreses rezan en favor del nuevo profeta, murmuran por lo bajo: "no va a poder". El fracaso se espera y en cierta forma se desea, pues elimina la angustia de esperanzarse en algo que a fin de cuentas no es posible.


Ni siquiera Menotti, que llegó con su aura de campeón del mundo, tuvo un inicio fácil al frente de la Selección. Los aficionados, que esperaban la redención, se encontraron ante un hombre flaco que fumaba todo el tiempo y hablaba de obligaciones. Sólo cuando terminó con éxito la primera fase eliminatoria para el Mundial de 1994, se respetó el sólido trabajo que había hecho. Por cambios en la Federación, Menotti empacó sus cigarros y se llevó sus humos a otras canchas. Así se perdió una oportunidad, aunque se dejaron las bases para el grupo con que Mejía Barón trabajaría después. Menotti provocó un rito de paso psicológico, una mayoría de edad futbolística que recuerdan quienes lo acompañaron en la discutida aventura.

También Bora Milutinovic había sido criticado por su extranjería y sus problemas para comunicarse tan lejos de Serbia. En México 86 cosechó resultados razonables. Fue perdonado, pero no para todas las épocas. Cuando regresó a la Selección varios años después, fue visto como el viudo que quiere cobrar dos veces la misma herencia.

Miguel Mejía Barón empezó con la prensa en contra luego de sus pobres resultados en Centroamérica. Su prestigio creció con el tiempo y situó a México en un segundo puesto en la Copa América. Como el Mundial de 1994 coincidió con las elecciones y el Tri gozaba de insólita reputación, Magú dibujó un cartón en el que candidateaba a Mejía Barón a la presidencia. Aunque el desempeño del equipo fue el esperado, quedó la sensación de que el último partido, contra Bulgaria, se perdió por culpa del entrenador, que no hizo cambios pertinentes y dejó a Hugo en la banca (en una de sus célebres posdatas, el subcomandante Marcos pasó de la gesta histórica a la estrategia futbolística y aseguró que Hugo debería haber entrado).
Estados Unidos 94 no fue un Vietnam para Mejía Barón, pero marcó el declive de su estrella.

El sufrimiento de los entrenadores no ha tenido tregua. Manuel Lapuente llegó a Francia 98 en estado de protomártir. Tal vez por su sólida educación cristiana y sus conocimientos acerca del valor moral de la penitencia, soportó el calvario del que era objeto. Contra todas las profecías, su Selección jugó en ese Mundial mejor de lo esperado y estuvo a un tris de vencer a Alemania (que es la forma políticamente correcta de decir que la derrota no fue un exterminio). Aun así, el paso por la Selección le dejó sinsabores a Lapuente.

El Ojitos Meza, hombre al que aprecian mucho los futbolistas y con toque mágico para obtener títulos, llevó a la Selección a una senda de dolor en la que parecía imposible clasificar al Mundial de Corea y Japón. Javier Aguirre lo sustituyó cuando había que ganarlo todo para llegar a Oriente. Aunque los rivales no daban para evocar las guerras púnicas, vimos una épica a nuestra medida. Aguirre logró un desempeño impecable, llegó al Mundial con merecido prestigio y fue el mayor responsable de la derrota ante Estados Unidos. Aunque salió relativamente bien librado, asegura que jamás volverá a dirigir una Selección en la que hay demasiadas presiones ajenas a la cancha. Como es uno de los pocos hombres de palabra del futbol mexicano, no es posible contar con su regreso.

Vino el turno del tiránico La Volpe, gran conocedor de los duros métodos de entrenamiento, poco dócil con los medios, siempre seguro de tener razón. En Alemania 2006 demostró que se puede perder ante Argentina jugando bien. Fue el mayor logro de una Selección a la que le faltó personalidad, vocación de riesgo, respeto a figuras individuales como 'El Bofo' o Blanco. Tuvo un terrible opositor en la arena pública: Hugo Sánchez.

Al criticar con saña a La Volpe, el incontenible Pentapichichi creó las condiciones para su caída posterior. Si Fox ganó las elecciones prometiendo irresponsables fantasías (crecer al 7%, arreglar el problema de Chiapas en 15 minutos), Hugo abusó ante las derrotas de La Volpe y prometió que México levantaría la copa del mundo.


Hugo dedicó cuatro años de su vida a agraviar a un argentino de por sí impopular. Después de eso no podía ser sensato sin volverse inverosímil, tenía que ser lo que siempre ha sido, el Napoleón que a veces aparece en Austerlitz y a veces en un psiquiátrico.


Como sabe poner su notable tenacidad y su inteligencia alerta al servicio de las competencias, en su arranque como timonel estrenó sentido de la diplomacia, rebajó sus aspiraciones y soportó críticas sin responder con bravío narcisismo. Muy pronto Hugo descubrió cuál sería su principal carencia: no hay un solo delantero que anote como él lo hacía y no hay forma de entrenar el olfato goleador. En su primer encontronazo con Estados Unidos colocó hasta seis delanteros al frente del equipo, todos incapaces de rematar jugadas que parecían al alcance de la improbable Selección Sub-60.

El goleador sin herederos terminó sus días en la Selección de igual manera. Los pésimos resultados en la ronda eliminatoria para la Olimpiada hicieron que enfrentara a Haití con la obligación de obtener una goliza de waterpolo. Como sabemos, se quedó a un gol de llegar al siguiente partido. Lo grave no fue eso, sino que ya se había perdido antes y que sus pistoleros contaron con unas doce oportunidades para dar en el blanco a ciegas y ni así fueron capaces de saldar las cuentas (¿esta vez sí hubo vudú?).

El puesto de entrenador existe para que un sufrido ser humano pague las consecuencias de fracasar en lo que siempre fracasamos. En el caso de Hugo esto se extremó por las polémicas que suscita y por su tendencia a hacerse responsable de la historia del mundo.

Su descalabro ni siquiera ocurrió con la Selección mayor. No perdió en la guerra de las Termópilas sino en una práctica de tiro al blanco. Un malentendido recorre a la afición: hay gente contenta de que alguien excepcional sufra los castigos que han padecido perdedores comunes. En esta extraña antropofagia, los cadáveres se igualan: todos son sabrosos en pipián de cacahuate.

La caída de Hugo ha confirmado en sus juicios a quienes no creían que alguien________ (ponga usted el adjetivo sacrificial) pudiera salirse con la suya.

No es la envidia ni el despecho de la grey lo que está en juego, sino algo más complejo. En un ambiente acostumbrado a la derrota, las mociones de castigo despiertan más consenso y energías que los proyectos de futuro. Si no tenemos héroes precisos, al menos podemos tener culpables ejemplares. Por un momento el victimismo se desplaza del orden cósmico (la teogonía azteca donde no hay dioses que sepan chutar) al mundo terrenal donde podemos condenar al desaforado que se atrevió a perjudicarnos ofreciendo un paraíso al que nunca llegaríamos.
El propio Hugo sabía que el plazo de cuatro años era demoledor para alguien que suscita discusiones y debe estar a la altura de su autoproclamada leyenda. "Si yo pudiera escoger, pediría dos años", dijo el día de la final de Alemania 2006. Obviamente se refería a los dos años previos a Sudáfrica 2010 y no a la temporada de desgaste que tuvo que soportar.


¿Hizo bien las cosas? Por supuesto que no, pues ahí están los resultados. Sin embargo, el juicio al que ahora se somete recuerda demasiado a la rudeza con que él trató a La Volpe.


Después de un mal inicio en la Copa de Oro, Hugo recibió críticas excesivas. No es posible armar un equipo en un santiamén, curar calambres a distancia o hacer que el balón se desvíe a la portería contraria luego de pegar en el poste. A fin de cuentas, no es entrenador quien remata de córner y la dichosa suerte también juega.


Después de la Copa de Oro, Hugo sufrió el boicot de los jugadores mexicanos que militan en equipos de Holanda y Alemania, fue criticado por Rafa Márquez (que se incorporó tarde a la concentración y cuyo expediente en pifias en el Tri aconsejaría prudencia), se enteró del descontento de Cuauhtémoc Blanco, que volvía a la Selección pero no jugaba tanto como quería, enfrentó las quejas de Omar Bravo, quien desmejora si opina con palabras en vez de goles, y recibió la negativa del Kikín a volver a la Selección para sustituir al lesionado Jared.

Este último desplante llama la atención. El Kikín se formó con Hugo en los Pumas y alcanzó ahí su mejor momento. Si el futbol se jugara sin balón, él sería un crack. Sus mayores méritos han sido la entrega y la simpatía dentro y fuera de la cancha. Pues bien, este tritón cuyo atributo homérico es echarle ganas, dijo: "nomás nanay". En suma: la Selección nunca ha sido un gallinero tan levantisco como en la gestión de Hugo.

¿Fue él quien provocó que todos cacarearan o sencillamente le faltaron al respeto por no considerarlo apto para la tarea? Los medios contribuyeron al clima de tensión: Hugo fue exhibido como incapaz (se recordaron sus penaltis fallados y se cuestionaron las promesas, dignas del trabajo combinado de Cupido y el Ratón Pérez).

Lo decisivo es que no contó con un respaldo directo de los jugadores. Así llegó a la Copa América. No jugaba con los elegidos sino con los resignados. El saldo fue el único bueno de su gestión: un peleado tercer lugar, con un grupo animoso y un Neri Castillo en trance de semigracia.

Ahora que el León ha caído conviene recordar que en sus mejores momentos, llevó al equipo al nivel aceptable que ha tenido con otros entrenadores. Posiblemente, de llegar a Sudáfrica hubiera conseguido lo mismo que conseguirá su sucesor. No hay estratega que reinvente el futbol de un País.

Hugo Sánchez no es un creador de teoremas como Mourinho o Rafa Benítez. Es un motivador que, dadas las circunstancias, ayuda a los suyos. Por su jerarquía como futbolista hubiera sido interesante verlo a la orilla de las canchas africanas, pero el futbol nacional no vive de jerarquías.

Los problemas de nuestro futbol son estructurales. Tienen que ver con la falta de continuidad en los equipos, la ausencia de estilos de juego, el casi nulo trabajo en las canteras, la escasa responsabilidad de los jugadores.

Al llegar a España, Javier Aguirre se sorprendió de que sus futbolistas se entrenaran igual en las vacaciones que en la temporada regular. En México el futbolista necesita estar vigilado para rendir. Su principal atributo, como ha señalado Manuel Lapuente, es la obediencia. Dócil y abnegado, hace lo que piden. Esto garantiza un rendimiento básico y nada más. Para ganar en justas internacionales hay que tener iniciativa.

¿Qué sucede cuando uno de los nuestros debe tirar un penal? Sobreviene ese momento de vacilación trascendental en que nadie quiere hacerse responsable. En el fondo, el cobrador de la pena máxima no le teme tanto a la pifia como al acierto que lo distinga y lo obligue a rendir en la próxima ocasión. El que falla se reintegra sin problemas a una comunidad habituada a tratar con la desgracia. Errar normaliza y homologa con la tribu. En cambio, quien acierta se separa, desafía al destino y al clan, sugiere que no depende de los otros.

Hugo fue un futbolista de ese estilo: sus éxitos lo volvieron curiosamente ajeno, no sólo porque en general ocurrieron lejos, sino porque tenían algo soberbio y afrentoso.

Toda revisión de las costumbres nacionales es forzosamente reductora. Sin embargo, uno de los problemas de fondo del futbolista vernáculo tiene que ver con la falta de iniciativa. ¿Por qué no tira cuando tiene un flanco abierto? ¿Por qué prefiere el infructuoso pase lateral? ¿Por qué no se atreve a las rarezas que animan otras canchas?

La existencia a medias en la cancha es un reflejo de una existencia a medias como profesionales. Los futbolistas mexicanos no tienen derechos sancionados por la Constitución. No hay un gremio que proteja sus reclamos. Fuera de la cancha son siervos de sus patrones; dentro, del entrenador de turno. Si el crack es, por definición, quien hace algo inesperado, el sometido jugador mexicano considera que eso es una afrenta laboral.

A veces el futbolista mejora al irse lejos, como Rafa Márquez en el Barcelona, pero regresa a la Selección a tocar la pelota con la mano. Detrás de todos estos fallos está un espléndido negocio. Un País que nunca aspira a nada en ningún cotejo mundial genera más ganancias que Francia o Brasil, por mencionar sólo a dos campeones del mundo.

Hugo cayó con el estrépito de quien ha querido ser emblemático. Las flechas encendidas lo persiguen como en un funeral vikingo para que su barca arda en llamas punitivas. Quienes lo nombraron pueden gozar del espectáculo que contribuye a la desinformación. El siguiente entrenador se combustirá en otra barca (acaso menos vistosa). Mientras tanto, aumentan los patrocinadores.

Hace años, reencontré a un amigo de la infancia que trabaja en mercadotecnia. Estaba feliz porque había cerrado un negocio proverbial: "¡Soy la galleta oficial de la Selección!", me dijo en forma inolvidable, identificándose con su producto en una versión comercial del amor a la camiseta. La verdadera alineación del Tri está hecha de cervezas, refrescos y galletas. Mientras nadie toque a esos protagonistas, los que sudan en la cancha serán prescindibles.

Una fábula resume nuestras contradicciones: Érase una vez un país con cuarenta millones de pobres donde la más destacada deportista jugaba golf.

-Texo original de Juan Villoro-

martes, 1 de abril de 2008

No lo vamos a extrañar!!!

No vale un término festivo porque no fue, después de todo, un día para festejar en el fútbol mexicano. Se rompió el proceso y se aceptó el fracaso.

Hugo se fue porque tenía que irse. Porque la magnitud del fracaso, calculado en lo económico pero no estipulado en el daño deportivo que le hizo a toda una generación, parece inadmisible para lo que el fútbol de México sueña como su nuevo futuro de gloria y éxitos.

Lo de Hugo pareció ser, desde el principio, un movimiento más atractivo en la parte comercial y mediática que una apuesta meramente deportiva. Más allá de aquel bicampeonato con Pumas, él no tenía los argumentos, el conocimiento, la experiencia y la capacidad para dirigir en la cancha a una selección.

Hugo fue más de lo que realmente era y todo gracias al mantenimiento de una imagen sagrada -para muchos mexicanos- que se ganó con justicia en sus días de jugador, pero que al mismo tiempo en que le ayudaba, ese destello de soberbia no le permitía entender que trabajar en una selección era una historia diferente a lo que sucede en un club y que mientras más ayuda tuviera, estaría mejor preparado para afrontar los retos.

A Hugo lo mató su propia soberbia, una compañera inesperable de su vida.

Durante 14 meses cometió los peores "pecados capitales" que pueda cometer un entrenador. Los resultados no le ayudaron -la eliminación para la Copa Confederaciones y la eliminación para los Juegos Olímpicos de Beijing 2008- dolieron en exceso en la cúpulas directrices. México estaba retrocediendo en lugar de avanzar y aunque Hugo significaba mucho en lo económico, también había dado golpes contundentes a la caja fuerte no poniendo a México en los dos eventos internacionales antes mencionados.

Se supone que su personalidad, su liderazgo y su experiencia en grandes vestidores -el del Real Madrid- serviría para encabezar una campaña de motivación y de mentalidad que provocara un crecimiento en el jugador mexicano. En lugar de eso se peleó con los lideres de la selección -Carlos Salcido y Pável Pardo- e incendió a la generación Sub-23 -culpando a los chicos - después del fracaso en el Preolímpico de Carson.

El fútbol mexicano no iba a ninguna parte con él. Eso está claro. Se agotaron las promesas, se marchitaron las oportunidades y se secaron las ilusiones comunes.

Nadie puede considerar este día como una jornada festiva. Se rompió un proceso, se rompió un proyecto, se rompió un sueño, se rompió una ilusión. No se debe festejar la salida de Hugo, pero tampoco, téngalo por seguro, lo vamos a extrañar...